Ya no sé qué me llevó a escribir esto.
Imagino que el sucio poeta,
amargo poeta,
triste poeta;
poeta de la calle,
de la cerveza,
de las mujeres,
de la lluvia sobre sus amados y odiados Los Ángeles.
Aquí estoy,
escribiendo sobre harina
(castillos de arena, nunca supe hacer)
que acabará fagocitada
por algún bobo,
o algún cualquiera.
Con suerte por algún don nadie
a quien le caliente un estómago suplicante de calor.
Cambio de hoja y recuerdo.
A veces, en las noches, cuando nadie me ve
(nadie me ve porque en realidad no lo hago)
me acuesto sobre la oscuridad
y me entra vértigo al toparme
con la certeza de que nunca seré un Rimbaud,
o un Wilde,
o un Blake,
o un Einstein;
tampoco un Feynman,
ni un Borges.
Me consuelo pensando
que Hesse no fue su Goethe,
ni Goethe fue su Homero,
y Homero tal vez ni fue.
¡A quién intento engañar!
No me consuela en absoluto,
pero me dije:
«escríbelo, parecerás un poeta».
Y qué más da, al fin y al cabo,
ser que no ser.
La muerte de Ofelia pudo ser suicido,
o no serlo,
pero terminó flotando entre flores igualmente.
(Disculpen, intenté hacer la inevitable referencia hamletiana
lo menos burda posiblle).
Mis manos están ya limpias,
pero aún conservan el aroma a atún,
a cebolla,
a pimiento
y a jamón.
En pluma de algún maldito simbolista
(maldito no por odio,
sino por denominación)
tal vez sería esa una sugestiva imagen
producida por el opio.
Mas no se trata más que de uno precedido
de tantos y tan mejores
que no merece la pena ni mencionarlo.
Bellos versos que poblaban mi mente hace unos instantes
yacen ahora en paradero desconocido.
«Donde habita el olvido»,
como dijo el sevillano
y parafraseó el hijo putativo
de la ciudad del rey tercero.
Actúa el dios de la ironía
y recorro calles que conozco
mejor que la palma de su mano.
¡Para qué conocer mi mano,
cuando sus caricias
son las únicas que necesito!
Est sularis oth mithas